VERITATIS SPLENDOR
Venerables Hermanos en el episcopado, Salud y Bendición Apostólica.
El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama:«¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!»(Sal 4, 7).
(Veritatis splendor)
INTRODUCCIÓN
Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre
1. Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo,«luz verdadera que ilumina a todo hombre»(Jn 1, 9), los hombres llegan a ser «luz en el Señor» e «hijos de la luz»(Ef 5, 8), y se santifican «obedeciendo a la verdad»(1 Pe 1, 22).
Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es «mentiroso y padre de la mentira»(Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Tes 1, 9), cambiando «la verdad de Dios por la mentira»(Rom 1, 25); de esta manera su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma.
Pero las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios Creador. Por esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento. Lo prueba de modo elocuente la incansable búsqueda del hombre en todo campo o sector. Lo prueba aún más su búsqueda sobre el sentido de la vida. El desarrollo de la ciencia y la técnica -testimonio espléndido de las capacidades de la inteligencia y de la tenacidad de los hombres-, no exime a la humanidad de plantearse los interrogantes religiosos fundamentales, sino que más bien la estimula a afrontar las luchas más dolorosas y decisivas, como son las del corazón y de la conciencia moral.
2. Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales:¿qué debo hacer?,¿cómo puedo discernir el bien del mal? La respuesta es posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del espíritu humano, como dice el salmista:«Muchos dicen:"¿Quién nos hará ver la dicha?"¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!»(Sal 4, 7).
La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo,«imagen de Dios invisible»(Col 1, 15),«resplandor de su gloria»(Heb 1, 3),«lleno de gracia y de verdad»(Jn 1, 14): El es «el Camino,
Jesucristo,«luz de los pueblos», ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por El para anunciar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15). Así
Objeto de la presente Encíclica
3. Los Pastores de
4. Siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con el Colegio Episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; en fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del Espíritu de verdad han contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida social, económica y política. Su enseñanza, dentro de la tradición de
Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de
Particularmente hay que destacar la discrepancia entre la respuesta tradicional de
5. En un tal contexto -todavía actual- he tomado la decisión de escribir -como ya anuncié en
Me dirijo a vosotros, venerables Hermanos en el Episcopado, que compartis conmigo la responsabilidad de custodiar la «sana doctrina»(2 Tim 4, 3), con la intención de precisar algunos aspectos doctrinales que son decisivos para afrontar la que sin duda constituye una verdadera crisis, por ser tan graves las dificultades derivadas de ella para la vida moral de los fieles y para la comunión en
Si esta Encíclica esperada desde hace tiempo -se publica precisamente ahora, se debe también a que ha parecido conveniente que la precediera el Catecismo de
Por tanto, al citar el Catecismo como «texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica»,
Este es el objeto específico de la presente Encíclica, la cual trata de exponer, sobre los problemas discutidos, las razones de una enseñanza moral basada en
CAPÍTULO I
«MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO…?» (Mt. 19, 16)
Cristo y la respuesta a la moral
«Se le acercó uno…» (Mt. 19, 16)
6. El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por san Mateo en el capítulo 19 de su Evangelio, puede constituir un elemento útil para volver a escuchar de modo vivo y penetrante su enseñanza moral:«Se le acercó uno y le dijo:" Maestro,¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?". El le dijo:"¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos"."¿Cuáles?" le dice él. Y Jesús dijo:" No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo". Dícele el joven:" Todo eso lo he guardado;¿qué más me falta?". Jesús le dijo:" Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme"»(Mt 19, 16-21).
7.«Se le acercó uno...». En el joven, que el Evangelio de Mateo no nombra, podemos reconocer a todo hombre que, conscientemente o no, se acerca a Cristo, Redentor del hombre, y le formula la pregunta moral. Para el joven, más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre. Precisamente con esta perspectiva, el Concilio Vaticano II ha invitado a perfeccionar la teología moral, de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo, única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón humano.
Para que los hombres puedan realizar este«encuentro» con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella «desea servir solamente para este fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida».
«Maestro ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt. 19, 16)
8. Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. El es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de
Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de El la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. El es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es El quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y, revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto,«el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -y no sólo según pautas y medidas de su propio ser. que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes-, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser. debe" apropiarse" y asimilar toda la realidad de
Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del Evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por El. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.
«Uno sólo es el Bueno» (Mt. 19, 17)
9. Jesús dice:«¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en
Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El «Maestro bueno» indica a su interlocutor -y a todos nosotros- que la respuesta a la pregunta,«¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón a Aquel que «solo es el Bueno»:«Nadie es bueno sino sólo Dios»(Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque El es el Bien.
En efecto, interrogarse sobre el bien significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es en realidad una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: Aquél que sólo es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente»(cf. Mt 22, 37), Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.
10.
Aquello que es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta sobre estas palabras:«Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí»(Ex 20, 2-3). En las «diez palabras» de
La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace el Deuteronomio:«Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos preceptos que yo te dicto hoy. Se los repetirás a tus hijos»(Dt 6, 4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de Dios, está llamada a reflejar su gloria:«Para quien ama a Dios es suficiente agradar a Aquel que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal manera que Dios mismo es caridad».
11. La afirmación de que «uno solo es el Bueno» nos remite así a la «primera tabla» de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a El porque es infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con El practicando la justicia y amando la piedad (cf. Miq 6, 8). Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de
Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra «cumplir»
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt. 19, 17)
12. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque El es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rom 2, 15), la «ley natural». Esta «no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación». Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las «diez palabras», o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales El fundó el pueblo de
Por esto, y tras precisar que «uno solo es el Bueno», Jesús responde al joven:«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»(Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; El mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en
13. La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar:«"¿Cuáles?", le dice él»(Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo:«No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como a ti mismo».(Mt 19, 18-19).
Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para «entrar en la vida» sino, más bien, indicar al joven la «centralidad» del Decálogo respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa «Yo soy el Señor tu Dios». Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de
Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares. El «no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio», son normas morales formuladas en términos de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.
Los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio.«La primera libertad -dice san Agustín- consiste en estar exentos de crímenes... como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta...».
14. Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o, más aún, separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor de
Los dos mandamientos, de los cuales «penden toda
(Veritatis splendor 14b)
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor:«Si alguno dice:" Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve»(1 Jn 4, 20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el «discurso» sobre el juicio final (cf. Mt 25, 3 1-46).
15. En el «Sermón de
Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios-en particular, el mandamiento del amor al prójimo-, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3, 14). Así, el mandamiento «No matarás», se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo:«Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal... Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio; Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón»(Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús mismo es el «cumplimiento» vivo de
«Si quieres ser perfecto» (Mt. 19, 21)
16. La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús:«" Todo eso lo he guardado;¿qué más me falta?"»(Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila «todo eso lo he guardado», si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en
Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de
Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de
17. No sabemos hasta qué punto el joven del Evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús:«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven, y sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una propuesta:«Si quieres...». La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad.«Hermanos, habéis sido llamados a la libertad»(Gál 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa:«No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros»(ibid.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a
Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y «vive según el Espíritu»(Gál 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia «necesidad», y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley sino de vivirlas en su «plenitud». Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de Dios»(cf. Rom 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo».
18. Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación,«anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres», junto con la promesa «tendrás un tesoro en los cielos», se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación «ven y sígueme» es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo:«Vosotros pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»(Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa ulteriormente el sentido de esta perfección:«Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso»(Lc 6, 36).
«Ven y sígueme» (Mt. 19, 21)
19. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi; en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven:«luego ven, y sígueme»(Mt 19, 21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).
Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf. Act 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es
20 Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios:«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado»(Jn 15, 12). Este «como» exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo signo es el lavatorio de los pies:«Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros»(Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Este es el amor que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento«nuevo»:«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que. como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).
Este «como» indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho:«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado»(Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor «hasta el extremo»(Jn 13, 1):«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento del amor, en «su» mandamiento: que se inserte en el movimiento de su donación total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro «bueno», de aquél que ha amado «hasta el extremo». Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo:«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).
21. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con El; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.
Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es
«Para Dios todo esposible» (Mt. 19, 26)
22. La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga:«Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes»(Mt 19, 22). No sólo el hombre rico, sino también los mismos discípulos se asustan de la llamada de Jesús al seguimiento, cuyas exigencias superan las aspiraciones y las fuerzas humanas:«Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían:" Entonces,¿quién se podrá salvar?"»(Mt 19, 25). Pero el Maestro pone ante los ojos el poder de Dios:«Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible»(Mt 19, 26).
En el mismo capítulo del Evangelio de Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos:«Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor»(Jn 15, 9). El don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer «fruto»(cf. Gál 5, 22) es la caridad:«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado»(Rom 5, 5). San Agustín se pregunta:«¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?». Y responde:«Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos».
23.«La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte»(Rom 8, 2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la salvación que se cumple en Cristo la relación entre
El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios, que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia:«Porque
24. De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del amor y de la perfección a la que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por la gracia, por el don de Dios, por su amor. Por otra parte, precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta responsable de un amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como recuerda con insistencia el apóstol Juan en su primera Carta:«Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros... Nosotros amemos, porque él nos amó primero»(1 Jn 4, 7-8. 11. 19).
Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea, ha sido expresada en términos sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta manera:«Da quod iubes et iube quod vis»(Da lo que mandas y manda lo que quieras).
El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor:«Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó»(1 Jn 3, 23). Se puede «permanecer» en el amor sólo bajo la condición de que se observen los mandamientos, como afirma Jesús:«Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor»(Jn 15, 10).
Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente -en particular san Agustín-, santo Tomás afirma que
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy. La pregunta:«Maestro,¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa:«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»(Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de
Las prescripciones morales, impartidas por Dios en
26. En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge en sus Cartas, que contienen la interpretación -bajo la guía del Espíritu Santo- de los preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rom 12, 15; 1 Cor 11-14; Gál 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 Pe y Sant). Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de
27. Promover y custodiar, en la unidad de
Dentro de
Además, como afirma de modo particular el Concilio,«el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de
Precisamente sobre los interrogantes que caracterizan hoy la discusión moral y en torno a los cuales se han desarrollado nuevas tendencias y teorías, el Magisterio, en fidelidad a Jesucristo y en continuidad con la tradición de
CAPÍTULO II
«NO OS CONFORMÉIS A
Enseñar lo que es conforme a la sana doctrina (cf. Tit. 2,1)
28. La meditación del diálogo entre Jesús y el joven rico nos ha permitido recoger los contenidos esenciales de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral. Aquéllos son: la subordinación del hombre y de su obrar a Dios, aquel que «sólo El es bueno»; la relación entre el bien moral de los actos humanos y la vida eterna, el seguimiento de Cristo, que abre al hombre la perspectiva del amor perfecto; y finalmente, el don del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida moral de la «nueva criatura»(cf. 2 Cor 5, 17).
29. La reflexión moral de
El Concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a poner«una atención especial en perfeccionar la teología moral; su exposición científica, alimentada en mayor grado con la doctrina de
El esfuerzo de muchos teólogos, alentados por el Concilio, ya ha dado sus frutos con interesantes y útiles reflexiones sobre las verdades de fe que hay que creer y aplicar en la vida, presentadas de manera más adecuada a la sensibilidad y a los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo.
Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas postconciliares se han dado, sin embargo, algunas interpretaciones de la moral cristiana que no son compatibles con la«doctrina sana»(2 Tim 4, 3). Ciertamente el Magisterio de
30. Al dirigirme con esta Encíclica a vosotros, Hermanos en el Episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la«doctrina sana», recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de
Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con la verdad contenida en la ley de Dios?¿cuál es el papel de la conciencia en la formación de la concepción moral del hombre?¿cómo discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del Evangelio hizo a Jesús:«Maestro bueno,¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a «hacer discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo lo que él ha mandado»(cf. Mt 28, 19-20),
Es siempre bajo esta misma luz y fuerza que el Magisterio de
«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn. 8, 32)
31. Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre.
No hay duda de que hoy día existe una concientización particularmente viva sobre la libertad.«Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», como constataba ya
De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre como criatura e imagen de Dios y necesitan por tanto ser corregidas o purificadas a la luz de la fe.
32. En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a las extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana.
Estas diferentes concepciones están en la base de las corrientes de pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y conciencia, entre naturaleza y libertad.
33. Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de «ciencias humanas», han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso negar la realidad misma de la libertad humana.
Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica en el campo de la antropología. Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción relativista de la moral.
34.«Maestro bueno,¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» La pregunta moral, a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera central, porque no existe moral sin libertad:«El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad». Pero,¿qué libertad? El Concilio -frente a aquellos contemporáneos nuestros que «tanto defienden» la libertad y que la «buscan ardientemente» pero que «a menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal»-, presenta la verdadera libertad:«La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios" dejar al hombre en manos de su propia decisión"(cf. Eclo 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a El, llegue libremente a la plena y feliz perfección». Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida. En este sentido el Cardenal J. H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia afirmaba con decisión:«La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes».
Algunas tendencias de la teología moral actual, bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas ahora aludidas, interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad.
Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias,-capaz de reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores-, debemos examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo:«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»(Jn 8, 32).
CAPÍTULO II
1. La libertad y la ley
«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» (Gen. 2, 17)
35. Leemos en el libro del Génesis:«Dios impuso al hombre este mandamiento:" De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio"»(Gén 2, 16-17).
Con esta imagen,
La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior, algunas tendencias culturales contemporáneas, abogan por determinadas orientaciones éticas que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y la ley. Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta.
36. El requerimiento de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado contraponer la libertad humana a la ley divina, ni poner en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos «intramundanos», es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas.
Se debe constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte, pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico. Interpelados por el Concilio Vaticano II, se ha querido favorecer el diálogo con la cultura moderna poniendo de relieve el carácter racional -y por lo tanto universalmente comprensible y comunicable- de las normas morales correspondientes al ámbito de la ley moral y natural. Se ha querido reafirmar, además, el carácter interior de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal.
Olvidando, sin embargo, que la razón humana depende de
37. Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica, entre un orden ético -que tendría origen humano y valor solamente mundano-, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente:
No hay nadie que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica.
En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de
Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio albedrío» (Eclo. 15,14)
38. Citando las palabras del Eclesiástico, el Concilio Vaticano II explica así la «verdadera libertad» que en el hombre es «signo eminente de la imagen divina»:«Quiso Dios" dejar al hombre en manos de su propio albedrío" de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a El, llegue libremente a la plena y feliz perfección;. Estas palabras indican la maravillosa profundidad de la participación en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo. Este es un aspecto puesto de relieve constantemente en la reflexión teológica sobre la libertad humana, interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio Niseno:«El ánimo manifiesta su realeza y excelencia en su estar sin dueño y libre, gobernándose autocráticamente con su voluntad.¿De quién más es propio esto sino del rey? Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo».
Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido grande y lleno de responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador:«Henchid la tierra y sometedla»(Gén 1, 28). Bajo este aspecto cada hombre, así como la comunidad humana, tiene una justa autonomía a la cual
39. No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado «en manos de su propio albedrío»(Eclo 15, 14), para que buscase a su creador y alcanzase libremente la perfección. Alcanzar significa edificar personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y voluntad, realizando así actos moralmente buenos el hombre confirma, desarrolla y consolida en sí mismo la semejanza con Dios.
El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía de las realidades terrenas: el que considera que «las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador». De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo:«Pues sin el Creador la criatura se diluye... Además, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida».
40. La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina. La vida moral se basa pues en el principio de una «justa autonomía» del hombre, sujeto personal de sus actos. La ley moral proviene de Dios y en El tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural, como se ha visto,«no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación». La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales. Si esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza de
41. La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios:«Dios impuso al hombre este mandamiento...»(Gén 2, 16). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de
Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos»(cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente trascendente. Deus semper maior.
Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor (cf. Sal. 1, 1-2)
42. La libertad del hombre, modelada sobre la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre, como dice claramente el Concilio:«La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados para ello». El hombre, en su tender hacia Dios -«sólo El es bueno»-, debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Pero para esto el hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios. A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás:«El Salmista, después de haber dicho:" sacrificad un sacrificio de justicia"(Sal 4, 6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de justicia:" Muchos dicen:¿Quién nos mostrará el bien?"; y, respondiendo a esta pregunta, dice:" La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes", como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo -tal es el fin de la ley natural-, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros». De esto se deduce el motivo por el cual esta ley se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana.
43. El Concilio Vaticano II recuerda que «la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente
El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo»; Santo Tomás la identifica con «la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin». Pero la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación (cf. Sab 7, 22; 8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no «desde fuera», mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino «desde dentro», mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural:«La criatura racional, entre todas las demás -afirma santo Tomás-, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente sobre sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural».
44.
El hombre puede reconocer el bien y el mal gracias a aquel discernimiento del bien y del mal que el mismo realiza mediante su razón iluminada por
45.
Aunque en la reflexión teológico-moral se suele distinguir la ley de Dios positiva o revelada de la natural, y en la economía de la salvación se distingue la ley «antigua» de la «nueva», no se puede olvidar que éstas y otras distinciones útiles se refieren siempre a la ley cuyo autor es el mismo y único Dios, y cuyo destinatario es el hombre. Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres «a reproducir la imagen de su Hijo»(Rom 8, 29). En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al contrario, la acogida de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad.
«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón» (Rm. 2, 15)
46. El presunto conflicto entre la libertad y la ley se replantea hoy con un fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en relación con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y
En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto, diferentes concepciones coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su integridad. Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente, es más, superada por la libertad, dado que constituye su limite y su negación. Para otros, es en la promoción sin límites del poder del hombre, o de su libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales, culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo que se ha «construido», es decir, la «cultura», como obra y producto de la libertad. La naturaleza humana, entendida así, podría reducirse y ser tratada como material biológico o social siempre disponible. Esto significa, en último término, definir la libertad por medio de sí misma y hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. Con ese radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para si mismo su propio proyecto de existencia.¡El hombre no sería nada más que su libertad!
47. En este contexto han surgido las objeciones de fisicismo y naturalismo contra la concepción tradicional de la ley natural. Esta presentaría como leyes morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, en base al mismo, se pretendería formular normas morales universalmente válidas. Según algunos teólogos, semejante «argumento biologista o naturalista» estaría presente incluso en algunos documentos del Magisterio de
48. Ante esta interpretación conviene mirar con atención la recta relación que hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural.
Una libertad que pretende ser absoluta acaba por tratar el cuerpo humano como un ser en bruto, desprovisto de significados y de valores morales hasta que ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares, materialmente necesarios para la decisión de la libertad, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían constituir puntos de referencia para la opción moral, desde el momento que las finalidades de estas inclinaciones serían sólo bienes«físicos», llamados por algunos «premorales». Hacer referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en sentido reductivo se resuelve con una división dentro del hombre mismo.
Esta teoría moral no está conforme con la verdad sobre el hombre y sobre su libertad. Contradice las enseñanzas de
49. Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de
50. Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la «naturaleza de la persona humana», que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin.«La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo». Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física. De este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que siempre deber ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligado dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor del prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a la persona humana en su «totalidad unificada», es decir,«alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal», se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana.
La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente aliadas.
«Pero al principio no fue así» (Mt. 19, 8)
51. El presunto conflicto entre libertad y naturaleza repercute también sobre la interpretación de algunos aspectos específicos de la ley natural, principalmente sobre su universalidad e inmutabilidad.«¿Dónde, pues, están escritas estas reglas -se pregunta san Agustín-... si no en el libro de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo de la cera, pero sin abandonar el anillo».
Precisamente gracias a esta «verdad» la ley natural implica la universalidad. En cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona, se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza.
La separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Esta universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la caridad,«que es el vínculo de la perfección»(Col 3, 14). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño.
52. Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables; unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la historia, creados para «la misma vocación y destino divino». Estas leyes universales y permanentes corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos particulares mediante el juicio de la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Los preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vetan una determinada acción «semper et pro semper», sin excepciones, porque la elección de un determinado comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no ofender en nadie y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos.
Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer el bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever globalmente con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal.
53. La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de «normas objetivas de moralidad» válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana.¿Es acaso posible afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?
No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este «algo» es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al«principio», precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (cf. Mt 19, 1-9). En este sentido «afirma además
Ciertamente es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad.
Esta verdad de la ley moral -igual que la del «depósito de la fe»- se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas «eodem sensu eademque sententia» según las circunstancias históricas del Magisterio de
CAPÍTULO II
2. Conciencia y verdad
El sagrario del hombre
54. La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el «corazón» de la persona, o sea, en su conciencia moral:«En lo profundo de su conciencia -afirma el Concilio Vaticano II-, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rom 2, 14-16)».
Por esto, el modo como se conciba la relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado con la interpretación que viene reservada a la conciencia moral. En este sentido las tendencias culturales recordadas más arriba, que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación«creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de
55. Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se habría reducido, al menos en un cierto pasado, a una simple aplicación de normas morales generales a cada caso de la vida de la persona. Pero semejantes normas -afirman- no son capaces de acoger y respetar toda la irrepetible especificidad de todos los actos concretos de las personas; de alguna manera, también pueden ayudar a una justa valoración de la situación, pero no pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal sobre cómo comportarse en determinados casos particulares. Es más, la citada crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de conciencia, sino más bien una perspectiva general que, en un primer momento, ayuda al hombre a dar una impostación ordenada de su vida personal y social. Además, revelan la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente social y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la conciencia, que el Concilio mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella». Esta voz se dice induce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de las normas universales, cuanto a una creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le encomienda.
Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter «creativo» de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de «juicios», sino con el de «decisiones». Sólo tomando «autónomamente» estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración sería obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio de
56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Esta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones «pastorales» contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica «creativa», según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular.
Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma de la conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios. Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y ley basada en la verdad hace posible el discernimiento sobre esta interpretación «creativa» de la conciencia.
El juicio de la conciencia
57. El mismo texto de
Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo» para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.
58. Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este intimo diálogo del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre.«La conciencia -dice san Buenaventura- es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar». Se puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter et suaviter» a la obediencia:«La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que la abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre».
59. San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de,«testigo», sino que manifiesta también el modo como ella realiza semejante función. Se trata de «razonamientos» que acusan o defienden a los paganos en relación con sus comportamientos (cf. Rom 2, 15). El término «razonamientos» evidencia el carácter propio de la conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y sus actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón. Precisamente, del juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su definitivo cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo texto: Así será «en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi Evangelio, por Cristo Jesús»(Rom 2, 16).
El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, la cual, como una chispa indestructible («scintilla animae»), brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la conciencia muestra «en última instancia» la conformidad de un comportamiento determinado respecto a la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando «la aplicación de la ley objetiva a un caso particular».
60. Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también el juicio de la conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad con dicho juicio. Si el hombre actúa contra este juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si un determinado acto es correcto o bueno, es condenado por su misma conciencia, norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, del cual la persona humana acepta el atractivo y acoge los mandamientos:«La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano».
61. La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de Dios.
Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de «juicio», que reflejan la verdad sobre el bien, y no como «decisiones» arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios -y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto- se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar.
Buscar la verdad y el bien
62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error.«Sin embargo,-dice el Concilio- muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega». Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que
Ciertamente, para tener una «conciencia recta»(1 Tim 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo»(cf. Rom 9, 1), debe ser «pura»(2 Tim 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad»(cf. 2 Cor 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo:«No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto»(Rom 12, 2).
La amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia se anida siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable -nos recuerda el Concilio- la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.
63. De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable confundir un error «subjetivo» sobre el bien moral con la verdad «objetiva», propuesta racionalmente al hombre en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia verdadera y recta, con aquél realizado siguiendo el juicio de una conciencia errónea. El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia, debemos meditar sobre las palabras del Salmo:«¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame»(Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).
La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito al pecado». Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte:«La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad,¡qué oscuridad habrá!»(Mt 6, 22-23).
64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente»(cf. Rom 12, 2). En realidad, el «corazón» convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto»(Rom 12, 2) sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús ha dicho:«El que obra la verdad, va a la luz»(Jn 3, 21).
Los cristianos tienen -como afirma el Concilio- en
CAPÍTULO II
3. La elección fundamental y los comportamientos
concretos
«Sólo que no tomeís de esa libertad pretexto para la carne» (Gál. 5, 13)
65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos. Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular; sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de
Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre persona y actos. Hablan de una «libertad fundamental», más profunda y diversa de la libertad de elección, sin cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una «opción fundamental», actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma «transcendental» y «matemática». Los actos particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente «signos» o síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos se dice no es el Bien absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados también «categoriales»). Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.
De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la opción fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el «bien» y el «mal» moral a la dimensión transcendental propia de la opción fundamental, calificando como «rectas» o «equivocadas» las elecciones de comportamientos particulares «intramundanos», es decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los otros y con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y males «premorales» o «físicos», que siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un proceso simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola -o atenuándola- a la elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.
66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe(cf. Rom 16, 26), por la que «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece" el homenaje total de su entendimiento y voluntad"». Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Gál 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su «corazón»(cf. Rom 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rom 8, 5-8; Gál 5, 22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental:«Yo, el Señor, soy tu Dios»(Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de
La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana en las palabras de san Pablo:«Hermanos, habéis sido llamados a la libertad»(Gál 5, 13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia:«Con tal de que no toméis de esa libertad pretexto para la carne». En esta exhortación resuenan sus palabras precedentes:«Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud»(Gál 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe -en el sentido de una opción fundamental- que es disociado de la elección de los actos particulares según las corrientes anteriormente mencionadas.
67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y -con la ayuda de la gracia- tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.
Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y las determinaciones que la expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, aquéllos que prohíben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la «creatividad» de alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno es sólo aquél que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohíbe.
68. Es necesario añadir todavía una importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos a las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el hombre -según estas corrientes- podría mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, a pesar de que algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los mandamientos de Dios.
En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental, según la cual se ha entregado «entera y libremente a Dios». Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. Sant 2, 8-11); a pesar de conservar la fe, pierde la «gracia santificante», la «caridad» y la «bienaventuranza eterna». «La gracia de la justificación que se ha recibido -enseña el Concilio de Trento- no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal»
Pecado mortal y venial
69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos visto, han inducido a algunos teólogos a someter también a una profunda revisión la distinción tradicional entre los pecados mortales y los pecados veniales; ellos subrayan que la oposición a la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia santificante -y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación eterna-, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la persona en su totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que viene realizado a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En este sentido -añaden- es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la «materia» misma de sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un breve período de tiempo, de romper radicalmente el vínculo de comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a El mediante una penitencia sincera. Por tanto, es necesario -se afirma- medir la gravedad del pecado desde el grado de compromiso de libertad de la persona que realiza un acto, y no desde la materia de dicho acto.
70.
La afirmación del Concilio de Trento no considera solamente la «materia grave» del pecado mortal, sino que recuerda también, como una condición necesaria suya, el «pleno conocimiento y consentimiento deliberado». Por lo demás, tanto en la teología moral como en la práctica pastoral, son bien conocidos los casos en los que un acto grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón del conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por otra parte,«se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de" opción fundamental"-como hoy se suele decir- contra Dios», concebido ya sea como explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del amor.«Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen sobre la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la" opción fundamental" entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal».
De este modo, la disociación entre opción fundamental y decisiones deliberadas de comportamientos determinados, desordenados en sí mismos o por las circunstancias, que podrían no cuestionarla, comporta el desconocimiento de la doctrina católica sobre el pecado mortal:«Siguiendo la tradición de
CAPÍTULO II
4. El acto moral
Teleologia y teleologismo
71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a El, la perfección feliz y plena.
Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos. Estos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno:«Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a si mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos».
72. La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por
La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo.
73. El cristiano, gracias a
En este sentido, la vida moral posee un carácter«teleológico» esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús:«¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». Pero esta ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven:«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»(Mt 19, 17).
74. Pero,¿de qué depende la cualificación moral del obrar libre del hombre?¿Cómo se asegura esta ordenación de los actos humanos hacia Dios?¿Solamente de la intención que sea conforme al fin último, al bien supremo, o de las circunstancias-y, en particular, de las consecuencias- que contradistinguen el obrar del hombre, o no depende también -y sobre todo- del objeto mismo de los actos humanos?
Este es el problema llamado tradicionalmente de las «fuentes de la moralidad». Precisamente con relación a este problema, en las últimas décadas se han manifestado nuevas -o restauradas- tendencias culturales y teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por parte del Magisterio de
Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de «maximalizar» los bienes y «minimizar» los males.
Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre. Ellos, con razón, se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio, accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza con las exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los no-creyentes, particularmente en las sociedades pluralísticas.
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar una semejante moral racional -a veces llamada por esto «moral autónoma»-, existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho que la voluntad está implicada en las elecciones concretas que ella realiza: esas son condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros se inspiran además en una concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su determinación mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no estaría ni moralmente sometida a obligaciones determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar de ser responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo», como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado -según terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento-«consecuencialismo» o «proporcionalismo». El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del «bien más grande» o del «mal menor», que sean efectivamente posibles en una situación determinada.
Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo), aun reconociendo que los valores morales son señalados por la razón y la revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición absoluta de comportamientos determinados que, en cualquier circunstancia y cultura, contrasten con aquellos valores. El sujeto que obra sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano, sería, desde un punto de vista, de orden moral(con relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia hacia el próximo, la justicia, etc) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes originados sea a aquel que actúa, como a toda persona implicada antes o después, como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc).
En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su «bondad» moral sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales, y su rectitud sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían cualificados como «rectos» o «equivocados», sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente «buena» o «mala». De este modo, un acto que, oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser cualificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra, según una «responsable» ponderación de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral reputado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de la acción, en base a la proporción del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares. Incluso en materia grave, estos últimos deberán ser considerados como normas operativas siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
El objeto del acto deliberado
76. Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su afinidad con la mentalidad científica, preocupada con razón de ordenar las actividades técnicas y económicas en base al cálculo de los recursos y los beneficios, de los procedimientos y los efectos. Ellas pretenden liberar de las imposiciones de una moral de la obligación, voluntarista y arbitraria, que vendría a ser inhumana.
Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a la doctrina de
77. Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral, las mencionadas teorías tienen en cuenta la intención y las consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la intención -como Jesús insiste con particular fuerza en abierta contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)-, ya sea a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad. Pero la consideración de estas consecuencias -así como de las intenciones- no es suficiente para valorar la cualidad moral de una elección concreta. La ponderación de los bienes y los males, previsibles como consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la elección de aquel comportamiento concreto es,«según su especie» o «en sí misma», moralmente buena o mala, lícita o ilícita. Las consecuencias previsibles pertenecen a aquellas circunstancias del acto que, aunque puedan modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo, la especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las dificultades, o mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos buenos o malos -denominados pre-morales- de los propios actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces,¿qué hay que hacer para establecer unas proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen oscuros?¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan discutibles?
78. La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún válido, de santo Tomás. Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor originario. Así pues, no se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo. El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa. En este sentido, como enseña el Catecismo de
La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta elección de las obras, reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es «ordenable» a Dios, a Aquel que «sólo es bueno», y así realiza la perfección de la persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que privilegia la atención al objeto moral, no rechaza considerar la «teleología» interior del obrar, en cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que reconoce que éste sólo se pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su objeto, es «ordenable» también al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad. A este respecto, el Patrono de los moralistas y confesores enseña:«No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a Dios».
El «intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rom. 3,8)
79. Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible cualificar como moralmente mala según su especie-su«objeto»- la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los «bienes para la persona» que se ponen al servicio del «bien de la persona», del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural.
80. Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran como «no-ordenables» a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de
Sobre los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña:«En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rom 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social».
81.
Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos «irremediablemente» malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona:«En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt)-dice san Agustín-, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes,¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían pecados o -conclusión más absurda aún- que serían pecados justificados?».
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto -subjetivamente» honesto o justificable como elección.
82. Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto es «no-ordenable» a Dios e «indigno de la persona humana», se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y que obligan «semper et pro semper», o sea sin excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la moral bíblica de
83. Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y particularmente en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello. Reconociendo y enseñando la existencia del mal intrínseco en determinados actos humanos,
Sin embargo, es necesario que nosotros, Hermanos en el Episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo.
En El, que es
CAPÍTULO III
«PARA NO DESVIRTUAR
El bien moral para la vida de
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Gál. 5,1)
84. La cuestión fundamental que las teorías morales recordadas antes plantean con particular intensidad es la relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, es decir, la cuestión de la relación entre libertad y verdad.
Según la fe cristiana y la doctrina de
La confrontación entre la posición de
85. La obra de discernimiento de estas teorías éticas por parte de
Concretamente, en Jesús crucificado
86. La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad que marca la libertad del hombre. Es libertad real, pero contingente. No tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad. Es parte constitutiva de la imagen criatural, que fundamenta la dignidad de la persona, en la cual aparece la vocación originaria con la que el Creador llama al hombre al verdadero Bien, y más aún, por la revelación de Cristo, a entrar en amistad con él, participando de su misma vida divina. Es, a la vez, inalienable autoposesión y apertura universal a cada ser existente, cuando sale de sí mismo hacia el conocimiento y el amor a los demás. La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende a la comunión.
La razón y la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana, sino también su drama. El hombre descubre que su libertad está inclinada misteriosamente a traicionar esta apertura a lo Verdadero y al Bien, y que demasiado frecuentemente, prefiere, de hecho, escoger bienes contingentes, limitados y efímeros. Más aún, dentro de los errores y opciones negativas, el hombre descubre el origen de una rebelión radical que lo lleva a rechazar
87. Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto de la verdad es condición para la auténtica libertad:«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»(Jn 8, 32). Es la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio. Al respecto dice Jesús ante Pilato:«Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad»(Jn 18, 37). Así los verdaderos adoradores de Dios deben adorarlo «en espíritu y en verdad»(Jn 4, 23). En virtud de esta adoración llegan a ser libres. Su relación con la verdad y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más profunda de la libertad.
Jesús manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo. El que dice:«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos»(Jn 15, 13), va libremente al encuentro de
De este modo
Por lo tanto, Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad.
Caminar en la luz (Cfr. Jn. 1, 7)
88. La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra más grave y nociva dicotomía: la que se produce entre fe y moral.
Esta separación constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de
Es, pues, urgente que los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza de juicio ante la cultura dominante e invadiente:«En otro tiempo fuisteis tinieblas -nos recuerda el apóstol Pablo-; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas... Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos»(Ef 5, 8-11. 15-16; cf. 1 Tes 5, 4-8).
Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Gál 2, 20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.
89. La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la observancia de los mandamientos divinos. Como dice el evangelista Juan,«Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad... En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice:" Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él»(1 Jn 1, 5-6; 2, 3-6).
A través de la vida moral la fe llega a ser «confesión», no sólo ante Dios, sino también ante los hombres: se convierte en testimonio.«Vosotros sois la luz del mundo -dice Jesús-. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos «(Mt 5, 14-16). Estas obras son sobre todo las de caridad (cf. Mt 25, 31-46) y de la auténtica libertad que se manifiesta y vive en el don de uno mismo. Hasta el don total de uno mismo, como hizo Cristo, que en
El martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios
90. La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tuteladas por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9, 5-6).
El no poder aceptar las teorías de las teorías «teleológicas»,«consecuencialistas» y «proporcionalistas» que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, había una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de
91. Ya en
En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando no proclamar la ley del Señor y aliarse con el mal,«murió mártir de la verdad y la justicia» y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6, 17-29). Por esto,«fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquél que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquél a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo».
En
92. En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad:«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?».(Mc 8, 36).
El martirio demuestra como ilusorio y falso todo «significado humano» que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones «excepcionales», a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la«humanidad» del hombre, antes aún en quien lo realiza que no en quien lo padece. El martirio es, pues, también exaltación de la perfecta «humanidad» y de la verdadera «vida» de la persona, como atestigua san Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su martirio:«Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios».
93. Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de
Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña san Gregorio Magno- le capacita a «amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno».
94. En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Pueda aplicarse a todos la expresión del poeta latino Juvenal:«Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir». La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral,
Las normas morales universales e inmutables al servicio de la persona y de la sociedad
95. La doctrina de
En realidad, la verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su profundo significado de irradiación de
Al mismo tiempo, la presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un respeto profundo y sincero -animado por el amor paciente y confiado-, del que el hombre necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones dolorosas.
96. La firmeza de
Este servicio está dirigido a cada hombre, considerado en la unicidad e irrepetibilidad de su ser y de su existir. Sólo en la obediencia a las normas morales universales el hombre halla plena confirmación de su unicidad como persona y la posibilidad de un verdadero crecimiento moral. Precisamente por esto, dicho servicio está dirigido a todos los hombres; no sólo a los individuos, sino también a la comunidad, a la sociedad como tal. En efecto, estas normas constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana, y por tanto de una verdadera democracia, que puede nacer y crecer solamente si se basa en la igualdad de todos sus miembros, unidos en sus derechos y deberes. Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los «miserables» de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales.
Estos mandamientos están formulados en términos generales. Pero el hecho de que «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana», permite precisarlos y explicitarlos en un código de comportamiento más detallado. En ese sentido las reglas morales fundamentales de la vida social comportan unas exigencias determinadas a las que deben atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. Más allá de las intenciones, a veces buenas, y de las circunstancias, a menudo difíciles, las autoridades civiles y los individuos particulares jamás están autorizados a transgredir los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. Por lo cual, sólo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social, tanto nacional como internacional.
La moral y la renovación de la vida social y política
98. Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia.
Ciertamente es largo y fatigoso el camino que hay que recorrer; muchos y grandes son los esfuerzos por realizar para que pueda darse semejante renovación, incluso por las causas múltiples y graves que generan y favorecen las situaciones de injusticia presentes hoy en el mundo. Pero, como enseñan la experiencia y la historia de cada uno, no es difícil encontrar, al origen de estas situaciones, causas propiamente «culturales», relacionadas con una determinada visión del hombre, de la sociedad y del mundo. En realidad, en el centro de la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez se fundamenta y se realiza en el sentido religioso.
99. Sólo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición insustituible de la moralidad, y por tanto de los mandamientos, en particular los negativos, que prohíben siempre y en todo caso el comportamiento y los actos incompatibles con la dignidad personal de cada hombre. Así, el Bien supremo y el bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por El. únicamente sobre esta verdad es posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que la afectan, ante todo el de vencer las formas más diversas de totalitarismo para abrir el camino a la auténtica libertad de la persona.«El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o Nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás... La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni
Por esto la relación inseparable entre verdad y libertad -que expresa el vínculo esencial entre la sabiduría y la voluntad de Dios- tiene un significado de suma importancia para la vida de las personas en el ámbito socioeconómico y sociopolítico, tal y como emerge de la doctrina social de
101. En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental -así como su urgencia singular- en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados. Cuando no se observan estos principios se resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (cf. Sal 13 [14], 3-4; Ap 18, 2-3. 9-24). Después de la caída, en muchos Países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo -la primera entre ellas el marxismo-, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y por la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riego de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto,«si no existe una verdad última -la cual guía y orienta la acción política- entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia».
Así, en cualquier campo de la vida personal, familiar, social y política, la moral -que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la auténtica libertad- ofrece un servicio original, insustituible y de enorme valor no sólo para cada persona y para su crecimiento en el bien, sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo.
Gracia y obediencia a la ley de Dios
102. Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al sacro mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente, la armonía entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un alto precio: puede conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a romper esta armonía:«No hago lo que quiero, sino que hago lo que detesto... No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero»(Rom 7, 15. 19).
¿De dónde proviene, en última instancia, esta división interior del hombre? Este inicia su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con total independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo.«Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»(Gén 3, 5): ésta es la primera tentación, de la que se hacen eco todas las demás tentaciones a las que el hombre está inclinado a ceder por las heridas de la caída original.
Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque junto con los mandamientos el Señor nos da la posibilidad de observarlos:«Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar»(Eclo 15, 19-20). La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Esta es una enseñanza constante de la tradición de
103. El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana.
Es en
Sólo en el misterio de
104. En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor.
En cambio, debemos recoger el mensaje contenido en la parábola evangélica del fariseo y del publicano(cf. Lc 18, 9-14). El publicano quizás podía tener alguna justificación por los pecados cometidos, la cual disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se limita solamente a estas justificaciones sino que se extiende también a su propia indignidad ante la santidad infinita de Dios:«¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador»(Lc 18, 13). En cambio, el fariseo se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una conciencia «penitente» que es plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias faltas, cualesquiera que sean, las justificaciones subjetivas, una confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta una conciencia «satisfecha de sí misma», la cual se cree que puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la misericordia.
105. Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse contagiar con la actitud farisaica, que pretende eliminar la conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta particularmente con el intento de adaptar la norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses, e incluso en el rechazo del concepto mismo de norma. Al contrario, aceptar la «desproporción» entre ley y capacidad humana, o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a recibirla.«¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», se pregunta san Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde:«¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!»(Rom 7, 24-25).
Encontramos la misma conciencia en esta oración de san Ambrosio de Milán:«Nada vale el hombre, si tú no lo visitas. No olvides a quien es débil; acuérdate, oh Señor, que me han hecho débil, que me has plasmado del polvo.¿Cómo podré sostenerme si tú no me miras sin cesar para fortalecer esta arcilla, de modo que mi consistencia proceda de tu rostro? Si escondes tu rostro, todo perece(Sal 103, 29): si tú me miras,¡pobre de mí! En mí no verás más que contaminaciones de delitos; no es ventajoso ser abandonados ni ser vistos, porque, en el acto de ser vistos, somos motivo de disgusto.
Sin embargo, podemos pensar que Dios no rechaza a quienes ve, porque purifica a quienes mira. Ante él arde un fuego que quema la culpa (cf. Jl 2, 3)».
Moral y nueva evangelización
106. La evangelización es el desafío más perentorio y exigente que
El momento que estamos viviendo -al menos en no pocas sociedades-, es más bien el de un formidable desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador de novedad, una evangelización que debe ser «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión». La descristianización, que grava sobre pueblos enteros y comunidades en otro tiempo ricos de fe y vida cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su falta de relevancia para la vida, sino también y necesariamente una decadencia u oscurecimiento del sentido moral: y esto ya sea por la disolución de la conciencia de la originalidad de la moral evangélica, ya sea por el eclipse de los mismos principios y valores éticos fundamentales. Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente difundidas, se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que reivindican una plena legitimidad cultural y social.
107. La evangelización -y por tanto la «nueva evangelización»- comporta también el anuncio y la propuesta moral. Jesús mismo, al predicar precisamente el Reino de Dios y su amor salvífico, ha hecho una llamada a la fe y a la conversión (cf. Mc 1, 15). Y Pedro con los otros Apóstoles, anunciando la resurrección de Jesús de Nazaret de entre los muertos, propone una vida nueva que hay que vivir, un «camino» que hay que seguir para ser discípulo del Resucitado (cf. Act 2, 37-41; 3, 17-20).
De la misma manera, y más aún, que para las verdades de fe, la nueva evangelización que propone los fundamentos y contenidos de la moral cristiana manifiesta su autenticidad y, al mismo tiempo, difunde toda su fuerza misionera, cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicionada a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por esto,
La vida de los santos, reflejo de la bondad de Dios -de aquel que «sólo es el Bueno»-, no solamente constituye una verdadera confesión de fe y un impulso para su comunicación a los otros, sino también una glorificación de Dios y de su infinita santidad. La vida santa conduce así a plenitud de expresión y actuación el triple y unitario «munus propheticum, sacerdotale et regale» que cada cristiano recibe como don en su renacimiento bautismal «de agua y de Espíritu»(Jn 3, 5). Su vida moral posee el valor de un «culto espiritual»(Rom 12, 1; cf. Flp 3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente
108. En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y suscita en sus frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo, principio y fuerza de la fecundidad de la santa Madre Iglesia, como nos recuerda Pablo VI:«No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo». Al Espíritu de Jesús, acogido por el corazón humilde y dócil del creyente, se debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida. Es el Espíritu Santo -afirmaba ya Novaciano, expresando de esta forma la fe auténtica de
En el contexto vivo de esta nueva evangelización, destinada a generar y a nutrir «la fe que actúa por la caridad»(Gál 5, 6) y en relación con la obra del Espíritu Santo, podemos comprender ahora el puesto que en
El servicio de los teólogos moralistas
109. Toda
Para cumplir su misión profética,
Para definir la identidad misma y, por consiguiente, realizar la misión propia de la teología, es fundamental reconocer su íntimo y vivo nexo con
110. Cuanto se ha dicho hasta ahora acerca de la teología en general, puede y debe ser propuesto de nuevo para la teología moral, entendida en su especificidad de reflexión científica sobre el Evangelio como don y mandamiento de vida nueva, sobre la vida según «la verdad en el amor»(Ef 4, 15), sobre la vida de santidad de
Se inserta aquí la función específica de cuantos por mandato de los legítimos Pastores enseñan teología moral en los Seminarios y Facultades Teológicas. Ellos tienen el grave deber de instruir a los fieles -especialmente a los futuros pastores- acerca de todos los mandamientos y las normas prácticas que
111. El servicio que los teólogos moralistas están llamados a ofrecer en la hora presente es de importancia primordial, no sólo para la vida y la misión de
Ciertamente, la teología moral y su enseñanza se encuentran hoy ante una dificultad particular. Puesto que la doctrina moral de
112. El teólogo moralista debe aplicar, por consiguiente, el discernimiento necesario en el contexto de la cultura prevalentemente científica y técnica actual, expuesta al peligro del pragmatismo y del positivismo. Desde el punto de vista teológico, los principios morales no son dependientes del momento histórico en el cual vienen a la luz. El hecho de que algunos creyentes actúen sin observar las enseñanzas del Magisterio o, erróneamente, consideren su conducta como moralmente justa cuando es contraria a la ley de Dios declarada por sus Pastores, no puede constituir un argumento válido para rechazar la verdad de las normas morales enseñadas por
En efecto, mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto empírico y estadístico de «normalidad», la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al hombre el camino del retorno «al principio»(cf. Mt 19, 8), un camino que con frecuencia es bien diverso del de la normalidad empírica. En este sentido, las ciencias humanas, no obstante todos los conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores decisivos de las normas morales. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre y sobre su camino moral y, de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores, y les anuncia la misericordia divina, que actúa incesantemente para preservarlos tanto de la desesperación de no poder conocer y observar plenamente la ley divina, cuanto de la presunción de poderse salvar sin mérito. Además, El les recuerda la alegría del perdón, solo el cual da la fuerza para reconocer una verdad liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino de vida.
113. La enseñanza de la doctrina moral implica la asunción consciente de estas responsabilidades intelectuales, espirituales y pastorales. Por esto, los teólogos moralistas, que aceptan la función de enseñar la doctrina de
Si la convergencia y los conflictos de opinión pueden constituir expresiones normales de la vida pública en el contexto de una democracia representativa, la doctrina moral no puede depender ciertamente del simple respeto de un procedimiento; en efecto, ésta no viene determinada en modo alguno por las reglas y formas de una deliberación de tipo democrático. El disenso, a base de contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la constitución jerárquica del Pueblo de Dios. En la oposición a la enseñanza de los Pastores no se puede reconocer una legítima expresión de la libertad cristiana ni de las diversidades de los dones del Espíritu Santo. En este caso, los Pastores tienen el deber de actuar de conformidad con su misión apostólica, exigiendo que sea respetado siempre el derecho de los fieles a recibir la doctrina católica en su pureza e integridad:«El teólogo, sin olvidar jamás que también es un miembro del Pueblo de Dios, debe respetarlo y comprometerse a darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe».
Nuestras responsabilidades como Pastores
114. La responsabilidad de la fe y la vida de fe del Pueblo de Dios pesa de forma peculiar y propia sobre los Pastores, como nos recuerda el Concilio Vaticano II:«Entre las principales funciones de los obispos destaca el anuncio del Evangelio. En efecto, los obispos son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo. Ellos predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la iluminan con la luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de
Nuestro común deber, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles, como Pastores y Obispos de
Esta «respuesta» a la pregunta moral es confiada de modo particular por Jesucristo a nosotros, Pastores de
115. En efecto, es la primera vez que el Magisterio de
A la luz de
Cada uno de nosotros conoce la importancia de la doctrina que representa el núcleo de las enseñanzas de esta Encíclica y que hoy volvemos a recordar con la autoridad del sucesor de Pedro. Cada uno de nosotros puede advertir la gravedad de cuanto está en juego, no sólo para cada persona sino también para toda la sociedad, con la reafirmación de la universalidad e inmutabilidad de los mandamientos morales y en particular, de aquellos que prohíben siempre y sin excepción los actos intrínsecamente malos.
Al reconocer tales mandamientos, el corazón cristiano y nuestra caridad pastoral escuchan la llamada de Aquel que «nos amó primero»(1 Jn 4, 19). Dios nos pide ser santos como El es santo (cf. Lev 19, 2), de ser perfectos en -Cristo- como El es perfecto (cf. Mt 5, 48): la exigente firmeza del mandamiento se basa en el inagotable amor misericordioso de Dios (cf. Lc 6, 36), y la finalidad del mandamiento es conducirnos, con la gracia de Cristo, por el camino de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios.
116. Como Obispos, tenemos el deber de vigilar para que
Una responsabilidad particular tienen los Obispos en lo que se refiere a las instituciones católicas. Ya se trate de organismos para la pastoral familiar o social, o bien de instituciones dedicadas a la enseñanza o a los servicios sanitarios, los Obispos pueden erigir y reconocer estas estructuras y delegar en ellas algunas responsabilidades; sin embargo, nunca están exonerados de sus propias obligaciones. Compete a ellos, en comunión con
117. En el corazón del cristiano, en el núcleo más secreto del hombre, resuena siempre la pregunta que el joven del Evangelio dirigió un día a Jesús:«Maestro,¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?»(Mt 19, 16). Pero es necesario que cada uno la dirija al Maestro «bueno», porque es el único que puede responder en la plenitud de la verdad, en cualquier situación, en las circunstancias más diversas. Y cuando los cristianos le dirigen la pregunta que brota de sus conciencias, el Señor responde con las palabras de
Cuando los hombres presentan a
En la unción del Espíritu, sus palabras suaves y exigentes se hacen luz y vida para el hombre. El apóstol Pablo nos invita de nuevo a la confianza, porque «nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu... El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu»(2 Cor 3, 59. 17-18).
CONCLUSIÓN
María Madre de misericordia
118. Al concluir estas consideraciones, encomendamos a María, Madre de Dios y Madre de misericordia, nuestras personas, los sufrimientos y las alegrías de nuestra existencia, la vida moral de los creyentes y de los hombres de buena voluntad, las investigaciones de los estudiosos de moral.
María es Madre de misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de
119. Esta es la consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual ella debe su profunda humanidad y su extraordinaria sencillez. A veces, en las discusiones sobre los nuevos y complejos problemas morales, puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque -en términos de sencillez evangélica- ella consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a El, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia.«Quien quiera vivir -nos recuerda san Agustín-, tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No rehuya la compañía de los miembros». Con la luz del Espíritu, cualquier persona puede entenderlo, incluso la menos erudita, sobre todo quien sabe conservar un «corazón entero»(Sal 86 [85], 11). Por otra parte, esta sencillez evangélica no exime de afrontar la complejidad de la realidad, pero puede conducir a su comprensión más verdadera porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización. Vigilar para que el dinamismo del seguimiento de Cristo se desarrolle de modo orgánico, sin que sean falsificadas o soslayadas sus exigencias morales -con todas las consecuencias que ello comporta- es tarea del Magisterio de
120. María es también Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad. A los pies de
María es signo luminoso y ejemplo preclaro de vida moral:«la vida de ella sola es enseñanza para todos», escribe san Ambrosio, que dirigiéndose en particular a las vírgenes, pero en un horizonte abierto a todos, afirma:«El primer deseo ardiente de aprender lo da la nobleza del maestro. Y ¿quién es más noble que
María invita a todo ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la orden dada a los sirvientes en Caná de Galilea durante el banquete de bodas:«Haced lo que él os diga»(Jn 2, 5).
María condivide nuestra condición humana pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo ama con amor de Madre. Precisamente por esto se pone de parte de la verdad y condivide el peso de
María
Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado y crezca
en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia»(Ef 2, 4),
para que haga libremente las buenas obras
que El le asignó (cf. Ef 2, 10) y,
de esta manera, toda su vida sea
«un himno a su gloria»(Ef 1, 12).
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 6 de agosto -fiesta de
Joannes Paulus PP. II